Las vacaciones me parecen cada vez más un acto de vulgaridad, dicho con el mayor de los respetos. Y digo de vulgaridad en el sentido de que todo el mundo acaba haciéndolo. La distinción se pierde en las vacaciones a mogollón. Más aún si las coges en el agosto. Y más aún si se elige un destino donde hay un cambio de colchón, pero no de hechos cotidianos (dígase, atascos, gente a diestro y siniestro, restaurantes copados, toallas abandonadas en el paseo marítimo porque ya no hay un hueco en la arena para dejarla y así un largo etcétera).
Los comportamiento borreguiles siempre me han hecho salir corriendo en sentido contrario. Pero al final todos caemos en ellos. ¿Quién no ha ido a Mallorca y ha venido cargado con una -o varias- ensaimada? Y es que es inevitable. «Oiga, mire, si las ensaimadas las tiene todo el año en muchas pastelerías de Madrid… ya, pero es lo típico de Mallorca». Lo típico, tremenda palabra que todo lo abarca cuando se está fuera del dulce hogar. Hay que comer lo típico, beber lo típico, vestir lo típico, visitar lo típico. Hacer lo típico que de tipismo ya tiene poco porque es la versión moderna y remasterizada de lo que hacían tradicionalmente los lugareños, adaptada al turismo en masa que invade cada rincón del planeta y que hace que se pierda la genuino.
Una vez de vuelta, en pleno síndrome postvacacional, hay que empezar a contar las vacaciones a todo titirimundi. ¡Qué perecita! Pero es así, año tras año. Llega sin quererlo y te ves obligado a vivirlo y a sufrirlo. Es como las Navidades. Si no se acaban de digerir unas cuando ya están las otras aquí. Y otra vez entramos todos en la rutina de las cenas con los compañeros de colegio, con los compañeros de instituto, con los compañeros de universidad, con los amigos de la infancia, con los amigos de la adolescencia, con los amigos del instituto -¿pero no eran los mismos que los compañeros de instituto?-, con los amigos que hiciste en una boda porque te sentaron en la mesa de gente desarraigada. Basta ya de cenas (más de uno no me invita -a asistir porque a pagar se va escote, sólo faltaba- a alguna cena este año). Lo vengo diciendo desde hace ya varios años: las Navidades se tendrían que celebrar cada tres o cuatro años para cogerlas con más ganas.
Las vacaciones nos globalizan. Nos hacen más iguales a todos y nos hacen caer en la fiebre consumista del verano. Que veo a un hombre pegado a una ensaimada es porque ha estado en Mallorca. Que veo a un señor con una camiseta fashion que dice «Salou» puedo intuir dónde ha estado él o su hija. Pero últimamente los reconozco, sobre todo, mirándoles a los pies. Las avarcas menorquinas son inconfundibles. A mí me perdieron la maleta y llegué a casa con una ensaimada como único equipaje. Y encima no venía de Mallorca.