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La última boqueá

No tenía mucha claridad sobre qué iba a ver cuando atravesé la puerta de la Sala Cuarta Pared (en realidad, me pasa muchas veces, voy casi por inercia), pero esa «boqueá» me atraía, como casi todo lo andaluz. Andalucía y sus gentes tiran de mí, me encuentro en casa cada vez que viajo al sur.  Algo parecido me ocurrió con «La última boquéa» desde que me senté en la butaca. A pesar de no estar localizada ni en lugar que se pueda señalar geográficamente ni en un momento determinado con el que poder identificarse, los actores tienen la virtud de saber atrapar con la historia de sus protagonistas, con sus tristes y aburridas vidas y conseguir que el espectador se interese por la falta motivación que tienen por su supervivencia . Viven porque no les queda más remedio, regocijándose en su pena (¡ay, qué pena!), en sus desgracias, en sus rutinarios y cíclicos días en una isla que se los come.

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Este montaje encierra, como un caleidoscopio, infinitas metáforas sobre la sociedad, el empleo, el paro, el progreso, el amor, el dolor y otros temas para nada baladíes. Cuando se mira por su agujero es cuando llega la sorpresa, la risa, la carcajada por lo disparatadas que son las imágenes que proyecta, pero a la vez hiela la sangre ver cuál es la realidad que hay detrás de esas increíbles fotografías que Teatro a la Plancha plasma sobre el escenario. En cada una de ellas queda más que demostrada la veneración que siente esta compañía por la tierra inspiradora de «La última boqueá». Andalucía está en cada movimiento, en cada expresión, en cada rincón recreado. Rinden de forma acertadísima e hilarante un homenaje a la fiesta más representativa e internacional del sur de España («¡no corré!») que para los conocedores de la materia será un disfrute.

María Díaz, Selu Nieto y Manuel Ollero “Piñata” ponen el alma a estos tres desdichados seres que viven atrapados en un bucle de penurias y falta de iniciativas. Los tres actores dominan sus personajes, los han conocido, los han tenido cerca y esa inspiración de carne mortal les llena de verdad al plasmar sus surrealistas modos de vida. Sus interpretaciones son el abono a las raíces que tiene este montaje, que crecerá para hacerse más frondoso y llamar la atención en el bosque.

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LAS PRINCESAS DEL PACÍFICO

Llevo años recibiendo solicitudes de amigos y conocidos que me preguntan qué obra de teatro les recomiendo porque quieren ir a pasar un buen rato y echarse unas risas. Mensaje recibido por mucho que me repatee. A partir de ese momento, me toca estrujarme las meninges para decidir qué narices les recomiendo sin que vayan a ver cualquier propuesta que le licue el cerebro en menos de noventa minutos. Si me lo preguntaran hoy, lo tendría muy fácil: «Vete a ver ‘Las princesas del Pacífico’, te vas a morir de la risa». Ellas, la tía y la sobrina, aportan un poco de todo aquello que, en general, buscamos cuando vamos al teatro. El otro día repetí y volví a ver a esas dos mujeres de Dos Hermanas, o del pueblo más recóndito de España, que, a las pobrecitas, les pilla todo. No fui solo, reuní a un nutrido grupo de amigos a los que les gusta echarse unas risas en un patio de butacas, pero que también quieren que desde un escenario les toquen dentro.

las-princesas-del-pacifico-cartel¡Cusha, niña, cómo me lo pasé! Me reí incluso más que la primera vez. Y me dieron más pena que nunca esas dos princesas. Es una desgracia no poder conocer mundo, pero más desgracia es conocerlo a través del vómito de una pantalla de televisión. Ellas sólo dominan su mundo, sus cuatro paredes, no han ido más allá de la esquina de su casa y, sin embargo, creen estar de vuelta de todo. Hasta el día que casi de un empujón deciden cruzar el umbral de su zona de confort, o de incomodidad, y se enfrentan al mundo. Un mundo nuevo, desconocido, desafiante y al que ellas mismas desafían, sin pararse a pensar que son el punto débil del sistema que le avocará a ser víctimas de su desconocimiento. Pero a pesar de sus tragedias, porque la función da para que les caigan rayos y centellas, ellas tratan de salir adelante y luchar con las armas que siempre han tenido a su alcance: el odio, la venganza y guardar las apariencias.

La reflexión está lanzada. José Troncoso ha creado un historia circular. Los personajes sin duda recorren el viaje del héroe, pero con un sentido inverso. En lugar de crecer, han ido a menos por imposible que parezca. De Troncoso, aparte de dar un apunte que entra en lo personal y es que es muy buena gente y eso se demuestra también en su trabajo, cabe destacar la historia que ha sabido relatar, llena de pinceladas, de detalles que reflejan una sociedad que, aunque alejada de las apariencias que convive en las grandes ciudades, sigue existiendo en los pequeños núcleos de población o de forma más disimulada en las urbes. Ojalá que este montaje pudiera llegar a cada rincón de España y ayudase a mejorar en el comportamiento humano que ferozmente critica el autor de «Las princesas del Pacífico», probablemente porque ansía que algún día dejen de existir comportamientos sociales como lo que cuenta en su trabajo. La dirección es igual de cuidada y detallista, llenando de verdad a esas dos mujeres. Alicia Rodríguez y Belén Ponce de León son tía y sobrina y podrían serlo de por vida porque el espectador en ningún momento deja de creérselo. Alicia Rodríguez es un prodigio andaluz que llena de arte el escenario y que nos encandila a los que no somos andaluces y admiramos las virtudes de los habitantes del sur de España. No puede sacar ni más rabia ni más vileza pero tampoco mayor protección hacia su único tesoro. Belén Ponce de León es un cañón interpretativo. Mantiene la inocencia de ese personaje en todo momento, llegando a instalarse muy adecuadamente en esa pánfila que no ha visto el mundo por un agujero.

Seguiré recomendando «Las princesas del Pacífico» a todos aquellos que digan que quieren ir al teatro a echarse unas risas. Desde luego, no pararán de reírse aunque después les venga el remordimiento pensado de qué se han reído.

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