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La boda de tus muertos

Cuando la sangre no tira

La familia es el fenómeno biológico-social con más aristas y amortiguadores que podamos encontrar entre todos los grupos humanos a los que podemos llegar a pertenecer durante nuestra existencia. Todos tenemos una, pero muy pocas son comparables entre sí. Cada familia es de su padre y de su madre. Son fenómenos vivos que se desarrollan, se alteran, se calman, evolucionan o involucionan en función de una serie de factores difíciles de controlar por sus integrantes. Pablo Canosales, autor y director de «La boda de tus muertos», conoce bien el percal. Tiene experiencia en el sector o se lo han contado o tiene mucha imaginación, no hay más posibilidades, y ha querido hacer partícipe al público de esas vivencias que en primera (o en tercera) persona todos hemos pasado junto a nuestros allegados (o hemos tenido noticia de que ocurría en alguna familia).

El conflicto de esta sátira nace en plena boda del hijo mayor de unos padres, interpretados por Lucía Bravo y Mauricio Bautista, desvencijados como pareja por la convivencia y la falta de comunicación, cuyos hijos pequeños (Sara Mata y Víctor Nacarino), descarriados de las faldas maternas, no contribuyen para que la relación vaya sobre ruedas. Quien tampoco colabora mucho en la causa es el impertinente camarero al que da vida inmejorablemente el actor César Sánchez, que se mete en la chaquetilla de sirviente con vertiginosa soltura. Canosales va profundizando en los personajes a lo largo de ese convite nupcial en el que cada uno muestra su posición en la boda y en la vida. Descubrimos que sus intereses, sus objetivos vitales son distintos y que aunque la sangre les une, no les tira para nada, rompiendo así con el convencionalismo impuesto, el eterno cordón umbilical que no tiene por qué unir forzadamente lo que de forma natural no surge. La unidad familiar también puede romperse por innumerables motivos a pesar de que nos cueste imaginarlo.

«La boda de tus muertos» es un montaje de extremos. No hay término medio. Es una noria de sentimientos que lo mismo tiene al espectador llorando de la risa, que llorando de dolor emocional (lo corroboró por el mar de risas y el mar de lágrimas que vivió el espectador que se sentó detrás de mí). Es el derroche de la familia, es dar el resto para empezar de cero después de una catarsis necesaria para que todo resurja sin hecho preconcebidos por la costumbre. Es un teatro llamativo, innovador que marca un camino, de los varios, que abre la dramaturgia contemporánea de este bien entrado ya siglo XXI.

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El último ‘reality show’

Imagen de la boda de Jade Goody

Imagen de la boda de Jade Goody

La televisión ha ofrecido grandes sorpresas ideando programas que llevaban lo más profundo del ser humano hasta el último extremo. Hoy todo el mundo sabe qué es, en qué consiste y hasta identifica a algún concursante de Gran Hermano, que en su primera edición tenía el interés por saber la reacción del ser humano ante un encierro voluntario con un grupo de desconocidos. Las últimas entregas del programa no han dejado de ser meras emisiones de morbo a raudales.

Como  Gran Hermano, muchos han sido los reality shows que han plagado las televisiones del mundo -la globalización también ha llegado a la televisión y ya no existe esa emoción de viajar al extranjero y ver programas diferentes e impactantes, ya todos son iguales-. La Granja de los famosos, la Isla de los idem, Hotel Glam… perdonen que no sepa los nombres exactos, pero todos saben a qué me refiero.

El Reino Unido, y ya toda Europa, está sumida en la polémica generada por Jade Goody. Concursante de la tercera edición del ‘Gran Hermano’ en su edición británica, ha saltado a las portadas de los periódicos mundiales por hablar públicamente del cáncer de cuello de útero que está acabando con ella. El diagnóstico de la enfermedad corrobora que Jade se encuentra en una fase terminal.

Su fama nació en el Reino Unido no tanto por estar dentro de la casa como concursante como por las manifestaciones que hacía, a saber, desconocer lo que era un espárrago o pensar que Río de Janeiro era una persona. La pobre Jade tuvo la desgracia de nacer en un barrio marginal de Londres y vivir rodeada de drogas -su padre murió de una sobredosis- y de precariedad. Jade no era la única que vivía en ese desconocimiento, probablemente muchos de los vecinos de esta joven de 27 años era tan iletrados como ella. Y eso subió las audiencias. No se buscó el origen del problema ni se trató de poner una solución, no. Sólo se hizo leña del árbol caído.

Imagen de Jade Goody tras la salida de Gran Hermano

Imagen de Jade Goody tras la salida de Gran Hermano

Jade salió de la casa de ‘Gran Hermano’ con una biografía bajo el brazo, un perfume que llevaba su nombre y varios programas dedicados a su vida. Pero esta fama es efímera. Y de nuevo otras declaraciones de la concursante, en la versión británica del ‘Hotel Glam’, en contra de una compañera de concurso de origen hindú, que denotaban ciertas ideas racistas de Jade, le llevaron a caer en el valle de los famosos sin posibilidad de ascenso.

Pero Jade remontó. Esta vez lo hizo desde la desgracia de la enfermedad. De nuevo las críticas contra la joven promesa de la telebasura, de la televisión que no aporta nada y que entontece poco a poco. Se cuestiona que Jade haya vendido la exclusiva de su boda, celebrada esta semana, con su novio Jack Tweedy que acaba de cumplir una condena de cuatro meses por propiciar una paliza a un joven de 16 años. Pero hasta llegar a la boda ha habido un invasión de entrevista y reportajes, con el consetimiento y pago a la joven, sobre la enfermedad y su evolución. Es el camino hacia la muerte retransmitido en televisión. Eso sí, las imágenes de la muerte no se mostrarán, ¡qué moralistas! Goody dice que el dinero que cobra en esta etapa de su vida es para que sus dos hijos puedan vivir dignamente.

Espanta pensar que se haya podido llegar hasta aquí. Da miedo imaginar hasta dónde puede llegar el negocio audiovisual. No hay límites, todo vale bajo el paraguas de «la audiencia es la que manda». Una vez más vuelvo a pensar que la audiencia ve lo que se lo ofrece. Y si se ofreciesen programas que ayudasen a instruir, la audiencia también los seguiría, como sucedía en los comienzos de la televisión. Pero eso ya se ha convertido en utopía.

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