Esta dicen que es la obra más autobiográfica de esa deidad teatral que es Tennessee Williams. No hay duda, el autor nació en Misisipi, pleno sur de los Estados Unidos, y esta historia la sitúa en la misma área, al cobijo de una familia sureña formada por un madre con un carácter de rompe y rasga, un hijo que deambula por la vida con una única obsesión, el cine, y una hija con problemas de movilidad en una pierna que le hace cada vez más introvertida y que, sin duda, es una preocupación para una madre que acaba de sufrir las consecuencias de la gran crisis del 29 y de la nefasta elección de un marido inapropiado. El conflicto está servido.
La madre sólo quiere un buen futuro para su hija, la más indefensa de la familia. Y a partir de aquí las conjeturas, las ideas infundadas y una cabeza llena de ilusiones y fantasías que no hacen más que dificultar la situación. Tennessee Williams puede ser que quisiera hablar de algún momento de su vida, pero sin duda lo que narró en “El zoo de cristal” es el estallido del producto ficticio generado por la fábrica de los sueños que es Estados Unidos. El sueño americano que salta por los aires cuando un mínimo detalle, con el que no se contaba de entrada, desmorona el castillo construido sobre la nada. Y quién es el culpable del desaguisado, ¿el Estado por vender la moto, que luego se marcha y te deja con el problema, o el pobre ciudadano que confía en lo que le cuentan y sufre las consecuencias de que la realidad no es como se la han contado? Una pregunta tan actual como repetida a lo largo de la Historia.
Francisco Vidal dirige esta versión del drama de Williams, que huele a clásico porque no le queda más remedio. Este montaje o se adapta al siglo XXI o siempre tendrá ese sabor que, en ningún caso, está de más a no ser que se sea un moderno exacerbado. Vidal juega con las palabras, con los movimientos, con las luces y con el gesto de los actores. Hay mucha intención en cada movimiento de los cuatro protagonistas. Silvia Marsó encabeza el cartel.
Hablando del cartel, está creado a la antigua usanza, fotografía a mayor tamaño de la primera actriz y con menor envergadura las del resto de actores. Pasa lo mismo en el saludo final, algo que cada vez se ve menos y que no está mal recordar de vez en cuando, aunque los tiempos dicen que no hay que abusar y más siendo todos actores jóvenes. A lo que iba, la Marsó está espléndida. Miren que no me convenció del todo en “Yerma” y lo de “Capitalismo. Hazles reír” no fue culpa suya e iba yo al Fernán Gómez con ese resquemor. Fuera miedos porque aquí está en su personaje y demostrando todo su colorido interpretativo.
Silvia Marsó tiene por delante un gran personaje en el que demuestra todo su poder interpretativo
Me quedo con su gesto (hablaba antes de los gestos de esta función) en el momento clave de la función, cuando su castillo de naipes se viene abajo. La sorpresa le sale de dentro. Tengo esa cara clavada en mi cabeza. Pero además ríe, hace reír, se impone, llora y a alguno seguro que le hace llorar. El personaje de Carlos García es el generador de ilusiones, de esperanzas, de alegrías, pero también genera el estallido, la ruptura. Sabe mantener el interés para aumentar ese deseo y muestra la cara de la cruel realidad cuando le ve las orejas al lobo y afronta un acto de valentía que defiende con gran solvencia en la interpretación.
Reparto al completo de «El zoo de cristal», dirigido por Francisco Vidal
Pilar Gil es la fragilidad, la indefensión, la depresión por no tener futuro y así lo plasma en esa pobre chica. Es el reflejo de la inseguridad, el miedo y el sometimiento a esa madre todopoderosa. Y Alejandro Arestegui sabe recibir los golpes a pesar de que su personaje aporta todo lo que está en su mano para mejorar la situación. Pone en pie sobradamente el respeto a una madre que no reconoce sus esfuerzos y refleja fielmente los desaires de desaprobación de cualquier hijo hacia las imposiciones de sus progenitores.
Calificación: Buena propuesta para disfrutar de un clásico con alto nivel actoral.